Este artículo no lo escribió un chatbot

Escribe Daniel Sinopoli, director del Departamento de Ciencias Sociales y Humanidades, UADE

Aún circulan en las redes las confesiones de un profesor andaluz respecto de la experiencia con sus alumnos en los últimos años, “si su expresión es limitada, su escritura lo es más”, se lamenta el colega, y agrega, “se nota que ya no se hacen dictados en educación secundaria”. Solemos coincidir en esto cuando pensamos en el preocupante estado de las competencias lingüísticas de los estudiantes recién egresados del colegio, por eso adquirimos la costumbre de organizar cursos o clases de apoyo que permitan mitigar la situación.

Y mientras nosotros nos preocupamos por los problemas de escritura que acusan nuestros alumnos en la universidad, la tecnología no detiene su marcha y pone a disposición general de los usuarios, un bot que mediante consultas y coordenadas que se ingresen, puede realizar ensayos, artículos, monografías, reseñas, poemas, cuentos y textos de otros géneros en un instante. Se trata de ChatGPT, una inteligencia artificial que asiste virtualmente en la redacción de distintos tipos de textos y con diversos niveles de complejidad.

La novedad pone en crisis todas nuestras preocupaciones sobre las debilidades de nuestros alumnos y nos genera otras aún más complejas, que impactan directamente en la forma en que concebimos desde siempre nuestros objetivos de enseñanza y métodos de evaluación. Es cierto que un estudiante debe afianzar el uso del idioma, sobre todo el de cuna, porque es la puerta de entrada a la comprensión del mundo. Con ese objetivo, desde nuestra tarea no parece haber novedades o posibilidad alguna de cambio. Ahora, ¿sucede lo mismo con nuestro propósito de hacer que los chicos escriban más y mejor? ¿Es necesario seguir apuntando a la producción de textos propios cuando ya hay una herramienta que, al igual que las impresoras 3D, produce el material sin traccionar la sangre? ¿O en verdad deberíamos empezar a enseñar las técnicas de corrección o edición de textos elaborados por una máquina? No es disparatado esto último si consideramos que ya hay productores y analistas de contenidos que se han convertido en editores de inteligencia artificial. Y ciertamente, el trabajo de estas personas disminuirá a medida que los robots que escriben se perfeccionen mediante sus propios errores.

Otra noticia irrumpió en estos días desde Francia: “Un profesor de la Universidad de Lyon descubrió extrañas coincidencias en los deberes de sus alumnos de máster, aunque no parecían haberse copiado entre ellos; finalmente, admitieron que muchos habían utilizado ChatGPT”. La trampa, revelada por la afinada observación del docente, demuestra que la población mayoritaria que no gusta de escribir es rápida de reflejos y ya encontró la manera de ahorrarse el trauma que históricamente le ha generado romper con la hoja en blanco.

Este nuevo instrumento concebido por la inteligencia artificial y en estado de mejora permanente es capaz de enfrentar todo tipo de desafíos con absoluta precisión técnica, desde elaborar un programa de estudios, hasta escribir un monólogo interior, un tipo de expresión literaria compleja por su particular lógica. Si bien no se ha verificado un gran despliegue del chatbot en algunos géneros – por ejemplo, suele simplificar la poesía al uso de rimas – hay un aspecto en el que podría verse aún más limitado. ChatGPT no estaría en condiciones de plasmar en un texto literario el “corazón” de su autor, lo que el filósofo Walter Benjamin ha denominado con agudeza “el aura” y hace de cualquier obra humana algo único e irrepetible, una expresión singularísima.

Quien firma el presente artículo da fe de que lo volcado aquí es el producto de su propio pensamiento y placer por la escritura. Cualquier margen de duda podría deberse a lo difícil que es salirnos de algunos giros estandarizados propios de texto académico. La originalidad de los papers - o su contrario, el plagio - es una preocupación central del universo educativo: una de las características de ese género es la impersonalidad del estilo, la ausencia de marcas claras que manifiesten la huella del autor. Se requiere de un talento especial para ser reconocido en unas pocas oraciones, tal como sí sucede con algunos dotados autores de novelas o cuentos. Cómo hacer, por lo tanto, para que las obras académicas no se transformen en un refugio para ChatGPT o cualquier otra aplicación articulada, desde el cual resistan y levanten una barrera infranqueable a la impronta de quien las escribe. Por otra parte, con qué herramientas podrá contar el profesor para “pescar” el engaño sin acudir a la tecnología, para advertir detrás del material elaborado la ausencia de una cabeza real que tuvo que idear, organizar y poner en limpio y metódicamente las ideas sobre un texto. Advertir si detrás de esa obra hubo un esfuerzo de elaboración o no demandará coloquios pos-entrega, defensas, preguntas de control o, en definitiva, eliminar la opción del trabajo domiciliario.

La labor con las palabras escritas y orales que a diario hacen profesores, periodistas, publicitarios y otras artes liberales es uno de los últimos humanismos que aún resiste y necesitamos preservar. Esta tecnología revolucionaria que viene a pensar y a producir ideas de todo tipo con una cómoda y acotada intervención de nuestra parte nos obliga como educadores– tal como hicimos en las décadas anteriores con la calculadora científica o los buscadores digitales – a encontrar creativamente opciones para capitalizarla y transformarla en un nuevo factor de promoción del pensamiento crítico y autónomo, fin preciado e inclaudicable de nuestra profesión.

(*) Daniel Sinopoli: Director del Departamento de Ciencias Sociales y Humanidades, UADE